El opinadero – Los cuatro dedos del pie
Por Gonzalo Enrique Bernal Rivas
Desde pequeño a Pablo le gustaban las botas. Pero, aunque lo deseaba con todas sus fuerzas no podía usarlas porque sus pies eran muy anchos.
Posiblemente el origen de su obsesión fue la historia del gato con botas, le parecía fascinante. Estaba convencido de que la inteligencia y la astucia de ese personaje provenía de las botas que usaba.
A lo largo de su vida hubo muchos momentos en los que había querido usarlas, como cuando se organizó el festival de danza folklórica en su primaria. Al grupo de Pablo le tocó bailar una pieza tradicional de Monterrey. Todos, niños y niñas llevaban botas excepto Pablo, que tuvo que conformarse con usar unos tenis.
Sin decírselo a nadie, desde aquel festival de danza folklórica Pablo empezó a ahorrar teniendo en mente un solo objetivo: poder usar botas. Nunca más se sentiría fuera de lugar por usar tenis y hasta crecería un par de centímetros.
En secundaria la historia se repitió. Se organizó un jaripeo a beneficio de la escuela. Todos asistieron llevando los más variados diseños de botas, pero Pablo tuvo que conformarse con combinar su camisa de cuadros con unos tenis de estampado similar. Pablo siguió ahorrando.
El día que cumplió la mayoría de edad, Pablo se dirigió a un consultorio médico.
-Tengo un problema con mis pies, doctor.
-Revisemos. Suba al cubo de cristal por favor.
Después de observarlo, medirlo y pesarlo el doctor tenía su diagnóstico.
-Tus pies son perfectos.
-No doctor, usted no entiende. Son muy anchos y no puedo usar botas. Necesito que usted ampute mis meñiques.
-No puedo hacer eso. Los dedos meñiques son importantísimos para mantener el equilibrio al caminar.
-No me importa.
-Discúlpeme, no puedo.
Pablo salió decepcionado del consultorio. Mientras caminaba pensaba: «No necesito meñiques porque hay otros dedos para caminar ¡Eso es! Tampoco necesito a ese médico porque hay otros.»
Caminó a prisa con el perfecto equilibrio que sus pies le facilitaban, incluso recorriendo tramos cortos en línea sobre la guarnición de las banquetas hasta llegar al consultorio de otro médico.
-Quiero que me corte los meñiques.
-La cirugía es cara, pero la haré por usted.
-Tengo el dinero. He ahorrado por años.
-Perfecto.
-¿No va a examinarme?
-No es necesario, lo espero mañana mismo para la cirugía.
Pablo salió corriendo del consultorio y entró en una zapatería, donde compró unas botas de su número. No pudo probárselas, pero después de la operación seguro le quedarían. Eran rojas y aunque no eran de cocodrilo, tenían una textura que imitaba muy bien la piel de ese animal.
Al día siguiente, la cirugía se efectuó puntualmente y después del periodo de recuperación Pablo estaba listo para caminar. Luego de algunos días, sus pies de cuatro dedos hicieron el intento de sostenerlo, Pablo se cayó dándose un tremendo golpe en la cabeza. Con la práctica descubrió que para mantener el equilibrio bastaba con abrir las piernas más allá del ancho de sus hombros y que para avanzar debía balancearse de izquierda a derecha, apoyándose en un pie y posteriormente en el otro.
Cuando hubo dominado por completo el arte de caminar otra vez, Pablo se puso las botas que había comprado. Sus pies se deslizaron hasta el fondo del calzado que le quedó como guante. De inmediato salió a la calle a pasear para presumirle a todos que podía usar botas.
La gente lo seguía con la mirada. A Pablo nunca le importó que fuera por su extraña forma de caminar mientras pudiera usar su calzado favorito. Con el tiempo llegó a tener una colección de ochenta pares. Aunque sus piernas se desfiguraron formando un arco y a pesar de que nunca pudo caminar en línea recta como lo hizo antes de la cirugía nada lo hacía tan feliz como andar sobre un par de botas bien boleadas.
Final extendido:
Cuando murió, Pablo fue enterrado con un par de botas, aunque fue necesario ordenar un féretro de ancho personalizado porque sus piernas no permitían que la caja cerrara.
Al llegar al cielo, le pidieron que se descalzara como todos para poder entrar. Al quitarse las botas descubrió que tenía otra vez cinco dedos en cada pie. Estaba feliz porque sus pies completos cabían en aquellas botas.
-Por favor, ¿puedo entrar con botas?
Luego de lo que parecieron siglos (y lo fueron realmente) le contestaron:
-Puedes entrar, pero está vez no te cortes los dedos.
-No necesito hacerlo porque mis pies ya entran en mis botas.
Erguido y con las piernas rectas, Pablo entró al cielo, donde usó botas por siempre jamás.